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DOCTORA EN ACCIÓN

Actualizado: 27 feb 2020



Por Auxiliadora Rodríguez Suárez


De repente, un día nos levantamos todos con una noticia en la televisión que nos abrumó. Había ocurrido una emergencia sanitaria que tenía a medio mundo preocupado. Un virus de gripe especialmente fuerte estaba acechando a los chinos y el mundo global en el que vivíamos. Lo habían llamado coronavirus. Eran especialmente vulnerables las personas inmunodepresivas, con complicaciones médicas o personas mayores.

Ana era uno de esos ángeles con bata blanca que se encargaba de atender a los vecinos de los barrios en el centro de salud de Triana. La doctora canaria estaba otro año más tratando a sus pacientes, corriendo riesgo ella misma de enfermar, como cualquier médico, enfermeros o auxiliares de cualquier centro de salud u hospital de este país. El riesgo era moderado, pero la gente no dejaba de ver las noticias y comprar mascarillas, así como corrían los bulos por todas las redes como la pólvora.

Era médico de familia y sabía que con buena higiene, lavarse las manos, no estornudar cerca de nadie en lugares cerrados y estando sano, la noticia no era tan alarmante.

Pero la gente estaba asustada. El caso estaba sembrando el pánico en Italia. España empezaba con los primeros casos. Así que, Ana siempre procuraba informar a sus pacientes y seguir los protocolos ante cualquier síntoma de gripe, como ocurriera no hace muchos años con la gripe A. El genoma ya estaba descifrado en los laboratorios, así que pronto llegaría la vacunación masiva.

No solo intentaba calmar a la población así. Ana había sido seleccionada por su especial calma y habilidades docentes, como su gran empatía y simpatía, para ir a explicar a los escolares en sus colegios normas de higiene básicas y tranquilizarlos. Para eso usaba un muñeco llamado Esteban, vestido de médico, con su cruz roja, como los disfraces de antes.

La verdad que la labor que realizaba Ana fue especialmente útil. Pues los niños lo transmitían en sus casas. Ella también se encargaba de visitar a sus pacientes mayores en casa, o los llamaba fuera de su horario laboral. Estaba realmente preocupada por algunos pacientes de toda la vida. Estaban Sebastiana, Paquita, Arturo, José y muchos más. Los ancianos le agradecían que alguien se preocupara por ellos.

Ana siempre quiso ser médico pues su abuela había muerto de una neumonía cuando ella era niña y, a sus 50 años, ya había vivido muchas experiencias. En su vida solo pensaba en la entrega a los demás.

De joven, se había ido a América Latina y África con unas ONG's, donde había estado durante 2 años, respectivamente, y, había aprendido mucho y descubierto su vocación: ayudar a los demás. Sus viajes por el mundo le habían generado mucha conciencia social.

Una de esas visitas a sus pacientes mayores la habían llevado a la casa de Marga, una anciana algo gruñona y dura, que estaba sola. Ana sabía que las personas solitarias alguna vez tuvieron también sueños e ilusiones, pero algo en ellas se había apagado por los varapalos de la vida.

‒¡Buenas tardes, Marga! ¿Me abre la puerta?

‒¿Quién es? No quiero comprar nada. ‒gruñó Marga.

‒Señora Marga, soy su doctora de cabecera, Ana Alemán Ruiz. ¿Me recuerda? ‒Le dijo Ana mientras se preocupaba de si esta anciana empecinada se estaría tomando la medicación correctamente y si podía salir de casa. Tenía algunos problemas de memoria.

‒¿Qué quiere? Yo no la he llamado. ‒¿Qué querrá ésta ahora? Viene a controlarme.

‒Marga, solo vengo a hacer una revisión para ver cómo está. ¿Es tan malo que alguien se preocupe por usted? ‒le dijo Ana cariñosamente sabiendo que ante esto la anciana se ablandaría‒. Además, ¿qué día es hoy para usted, Marga? ¿Recuerda? ‒No recibió respuesta alguna‒. Es su 88 cumpleaños, Señora Marga. Por favor, ábrame, le he traído un dulce de chocolate, sé que le gustan. Vamos a celebrarlo.

Por supuesto el dulce era vegano, bajo en azúcares, apto para diabéticos. Los había comprado en una pastelería especializada de la ciudad. Pero eso no se lo diría ella nunca. Ése es nuestro secreto.

Marga abrió la puerta, pues se le hacía la boca agua pensando en el dulce, a desgana pensando en la revisión.

‒Pase, pase.

‒¡Qué bonita casa tiene, señora Marga! ¿Cómo se encuentra? ¿Ha tenido catarro o gripe? Ya sabe: tos seca, fiebre, mucosidad, estornudos. Dígame.

‒¡Jesús, por todos los Santos, que Dios me libre! No, señorita, yo no tengo de eso hace ya muchos años. Soy muy fuerte.

Ana sonrío levemente, mientras asentía. Esta mujer estaba encerrada y aislada. Era casi imposible que algo así le pasara.

‒¿Usted no sale, verdad, señora Marga?

‒¿Yo? Soy un trasto viejo, ‒dijo risueña por la visita y la novedad‒, mi “coche” ya no funciona, pero el chófer sigue al mando.

Ambas rieron ante la gracieta de Marga. Sin duda, la visita le había alegrado.

‒Pero siéntese y déjeme poner los dulces en una bandeja. Tengo café hecho, ¿quiere? ‒sonrío con su dentadura postiza la solitaria anciana.

‒¿Café, Marga? ¿Y su hipertensión? ‒el rol de médico no lo perdía Ana nunca, como una matriarca canaria.

‒¿Cómo ha dicho? No la oigo. ‒dijo la descubierta Marga, haciéndose la sorda cuando le convenía.

‒Bueno, no importa, hoy es su cumpleaños. Vamos a relajarnos.

‒Me parece bien. ‒le dijo Marga desde la cocina.

Ahora sí que me ha oído. ¡Qué mujer! Paciencia. ‒pensó Ana.

Llegó Marga con los dulces bien colocaditos en una bandeja china antigua lacada, de las que ya no se venden en cualquier parte del puerto ni en los chinos y con el café en sus tacitas chinas también. Y era verdaderamente chino, pues tenían una marca en el fondo de las tazas con la imagen de una china tradicionalmente vestida.

Así pasaron las dos la tarde. Ana creía que era lo mínimo que podía hacer por esta mujer, que hoy estaba especialmente alegre por su visita y, hoy la veía especialmente de otra manera. Marga y sus pacientes veían ahora a Ana muy humana.


Historias de #Heroínas. Concurso de Zenda para el día de la mujer.



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